miércoles, 30 de octubre de 2013

Un todoterreno circula en las cercanías de la plaza Tiananmén y de repente abandona la calzada, supera las barreras de seguridad y se dirige hacia una de las entradas del antiguo palacio imperial, lo que se llamaba la Ciudad Prohibida de Pekín.

El ejército de censores chinos trabaja muy rápido

Se abalanza sobre una multitud de peatones y se estrella cerca del lugar donde está el gran retrato de Mao. Se escucha una gran explosión sin que aún se sepa con seguridad si se originó en el depósito de combustible o si fue por el estallido de una bomba. Mueren cinco personas (los tres pasajeros del vehículo y dos peatones) y hay 38 heridos (vídeo).
Las primeras investigaciones apuntan a una posible relación entre los hechos y dos personas de la región de Xinjiang, de mayoría musulmana y donde existe un movimiento insurgente.
La policía reaccionó con la rapidez que se le supone en el que es quizá el lugar más sensible y vigilado por las autoridades en Pekín. Los turistas fueron evacuados de la plaza, los restos del coche sacados de la zona y muy pronto los equipos de limpieza eliminaron todo rastro del percance.
Hasta ahí lo normal, que incluía detener durante durante unos minutos a un equipo de BBC y borrar las fotos de las cámaras de dos reporteros de AFP. Lo más importante empezaba después y se producía en Internet, en especial en la red social Weibo. Las autoridades procedieron a ordenar a su ejército de censores a borrar cualquier referencia al accidente. En esta carrera contra el tiempo, consiguieron su objetivo en cuestión de minutos.
Cada día se publican en Weibo unos 100 millones de mensajes. Sus propias dimensiones convierten la censura en un objetivo aparentemente casi imposible. Cuando los usuarios descubren que los mensajes en los que aparecen determinados nombres son bloqueados con facilidad, ingenian todo tipo de expresiones o perífrasis con los que engañar a los censores. Pero en este caso y en otros muchos la máquina de censura funciona con sorprendente facilidad.
Es cierto que han aparecido varias fotos de los momentos posteriores al accidente, entre otras cosas porque Weibo se ha convertido en una buena fuente para los corresponsales occidentales, que la rastrean continuamente.
Incluso así, llama la atención la rapidez de la respuesta oficial. La precisión se pierde en el proceso –muchos mensajes inocuos sobre la plaza de Tiananmén caen también borrados–, pero la clave es abortar la extensión viral de información e imágenes cuanto antes.
Es una demostración de fuerza bruta, no sólo de tecnología. Un medio gubernamental contó hace unas semanas que en China hay dos millones de personas contratadas para vigilar las redes sociales. En el artículo no aparecen descritos como censores, y es posible que muchos trabajen también para empresas privadas, pero no se puede subestimar el alcance del trabajo de tanta gente.
Y eso que muchos pensaban hace años que sólo ahogando por completo Internet –algo descartado porque sus consecuencias perjudicarían a la propia economía china– el Gobierno tendría garantías absolutas de controlar la difusión de información en la red.
El equilibro entre permitir el desarrollo de la red y su vigilancia tiene hasta ahora resultados bastante satisfactorios para los comunistas chinos.