miércoles, 23 de abril de 2014

China sintetiza una de las grandes ironías de la historia contemporánea: el proceso más masivo y dinámico de desarrollo capitalista en el mundo haya sido llevado a cabo bajo los auspicios de un estado comunista.

DESHIELO ORIENTAL

La China de Mao y después


En mayo de 1989 el ejército chino reprimió las manifestaciones que se volcaban peligrosamente sobre Plaza de Tian'anmen. Las marchas habían comenzado en abril, cuando el entierro de Hu Yaobang -un ex Secretario General del Partido que prometía una apertura democrática y terminó enfrentado a Deng Xiaoping, líder indiscutido del país desde la muerte de Mao- mutó en protesta antigubernamental.

Si las alarmas no habían sonado del todo, los viejos jerarcas conducidos por Xiaoping tuvieron un segundo aviso ese mismo año: pocos meses después, los alemanes del Este derribaron el Muro de Berlín, provocando un terremoto político que en dos años se llevó puesto a la Unión Soviética. El ´89 estaba cambiando todo.  El mundo socialista colapsó, las brújulas para entender las conductas y deseos sociales, también.

Deng Xiaoping, viejo líder que había participado de la revolución campesina del ´49, decidió entonces dejar las medias tintas y aceleró la apertura económica que ya venía ensayando tibiamente desde 1978.

En 1992, aunque ya no ocupaba cargos formales en el gobierno y era un anciano de 87 primaveras, Xioping volvió a tomar las riendas con la “gira del sur”, como se conoce a la campaña que durante cinco semanas lo llevó por las regiones de China que estaban haciendo punta en el desarrollo económico, ya bajo las nuevas formas liberalizadas y capitalistas. “Desarrollo a baja velocidad es estancamiento”, les dijo a los funcionarios locales. La gradualidad anterior fue dejada de lado, la locomotora del crecimiento, el lucro y la acumulación de capital tomó carrera y despegó. En 1992 China creció al 12%, en el 1993 al 14% y en 1994 de nuevo al 12%.

Detrás de esas cifras se escondía una decisión eminentemente política. El gobierno chino, leyendo la coyuntura crítica de 1989, eligió dar “libertad” económica a cambio de permanecer como conductor político del país.


Sentados en la paciencia confuciana, los dirigentes tomaron nota del sentido pragmático del sismo de 1989: los jóvenes alemanes del Este que abandonaron con lo puesto la vida austera del socialismo no estaban desesperados por votar a la democracia cristiana o al partido verde, al menos no tanto como tener acceso a la televisión por cable, poder elegir entre varios productos en un supermercado o ir a bailar a una discoteca. Una “libertad” individual, cotidiana, materialista y arrolladora.

Hacia allá fueron los chinos pero, a diferencia de los alemanes, bajo la conducción política del Partido Comunista.

Pocos años después el mundo se dio cuenta de lo que había pasado: cuando la polvareda de la caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética dejó ver algo más en el panorama internacional, apareció China, que a diferencia de sus primos comunistas europeos había logrado combinar el retorno al capitalismo sin destruir en el camino a su estructura estatal. Por el contrario, a mediados de los noventa, el gobierno chino aparecía fortalecido internamente por el espectacular crecimiento económico.

En estos 25 años la sociedad china cambió drásticamente. No tiene sentido atosigar con numerología, basta señalar que China se convirtió en el taller del mundo (al comienzo con productos “chatarra” y ahora absorbiendo industria tecnológica, cibernética y espacial), que su mano de obra pasó a ser mayoritariamente urbana, que sus diferencias sociales se agigantaron. Algunos millones de chinos se hicieron millonarios, algunas decenas de millones accedieron a consumos típicos de la clase media occidental y otros cientos de millones pasaron de una vida de subsistencia en el campo a una vida incierta (por momento miserable) en las grandes ciudades.

¿China es socialista? La pregunta, así formulada, es superflua. El socialismo, entendido como un sistema donde no impera la explotación del hombre por el hombre, fue sólo una construcción muy parcial e imperfecta en algunos países a mediados del siglo XX. China es hoy un ecosistema donde cada día se incorporan contingentes de obreros alienados en fábricas que son terminales de producción de grandes compañías trasnacionales.

En principio, uno que está en permanente mutación: después de los “años locos” de crecimiento de dos dígitos y perfil netamente exportador, la crisis internacional de 2008 llevó a  China a iniciar un vuelco hacia el mercado interno. Los datos del primer trimestre del 2014 reafirman este viraje: la economía creció a un 7,4. Un buen ritmo, aunque lejos del frenesí anterior. Pero mientras el flujo de las importaciones y las exportaciones cayó 1,1%, el consumo interno de energía creció 5,4%. O sea: el capitalismo chino, después de dos décadas de furioso crecimiento “hacia fuera”, sigue expandiéndose fronteras adentro, dando una mayor centralidad a su mercado interno.

Todo esto puede llevar a la conclusión de que la hoz y el martillo se volvieron símbolos vacíos, invocaciones puramente retóricas con el fin de justificar la permanencia de una dictadura política. Falta entender algo. Primero, lo obvio: este desarrollo capitalista está planificado. Y esa planificación la hacen los hombres que manejan las estructuras del Partido y el Estado. No se trata de una burocracia estatal arrinconada por el empuje del mercado, sino de un poder centralizado en control de las principales variables económicas del país.

En segundo lugar, esa planificación política del capitalismo chino permite que el país tenga un rol mundial cada vez más importante. Pensemos por un momento en el espejo ruso: la implosión del estado soviético en 1991 sumió a lo que era la segunda potencia mundial en el caos económico y, por ende, en la irrelevancia internacional durante años.

Recién un cuarto de siglo después -y con evidentes dificultades a la vista- Vladimir Putin está logrando volver a ubicar a Rusia en un lugar destacado. La diferencia está en que el gobierno comunista en China sorteó ese recorrido penoso, al lograr una continuidad histórica que en Rusia fue quebrada por la desaparición de la URSS. No por nada Putin lo considera la “catástrofe geopolítica” más importante del siglo pasado. 

Finalmente, habría que llamar la atención sobre la posible conjunción de estos dos actores mundiales. En otra ironía de la historia, la segunda década del siglo XXI encuentra a Rusia y a China mucho más cerca que cuando ambas intentaban construir el socialismo desde visiones enfrentadas.
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La cercanía de intereses tiene elementos objetivos: sus gobiernos controlan resortes fundamentales de la economía, tienen como objetivo el desarrollo nacional de sus países y disputan, así sea con su mera existencia como países soberanos, la hegemonía a los EEUU.
Como si fuera poco, sus economías son complementarias. Rusia tiene la energía que le falta a China, China tiene una presencia comercial que Rusia perdió. Lo que asegura, al menos, que no entrarán en conflicto en el corto plazo. En los últimos años, ambas naciones tejieron alianzas cada vez más fuertes con otras geografías del Sur.

Seguramente, en silencio y a la sombra, hay un joven Kissinger en Washington estudiando cómo impedir que estos dos se hagan demasiado amigos.

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