Colombia regresa a los viejos tiempos
Por Ricardo Angoso
Febrero 19 de 2013
Hace unas semanas el obispo de la diócesis de Buenaventura, Monseñor Héctor Espalza, denunciaba ante la opinión pública colombiana el lamentable estado de la seguridad pública en su departamento y el caos reinante en el país. Dos alemanes han sido secuestrados por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), uno de los grupos alzados en armas en Colombia. Mientras que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la organización terrorista con la que negocia el ejecutivo en La Habana, ha secuestrado a dos policías y un soldado, al tiempo que se niega a reconocer a los casi cinco centenares de secuestrados que fueron raptados en estos años de guerra y que podrían haber encontrado su muerte en las selvas colombianas.
El experto y analista Alfredo Rangel, de la Fundación Seguridad y Democracia de la Universidad Sergio Arboleda, aseguraba que “en estos casi tres años (de gobierno del presidente Santos) hemos tenido un retroceso ostensible en materia de seguridad que es ratificado por las mismas cifras oficiales que el gobierno calla y oculta. Si se miran las cifras que ofrece el Ministerio de la Defensa podemos constatar, por ejemplo, que el año pasado hubo un incremento del 39% más de ataques a los oleoductos con respecto a años anteriores; pero, en general, se incrementaron los ataques a la infraestructura económica del país por parte de los terroristas. Los ataques a puentes en el 2012, hablo de voladuras de estas obras de ingeniería, se elevó hasta el 400% con respecto al año anterior”.
Estos datos, además, son tan solo la punta del iceberg en un país en donde no se denuncian ante la policía la mayor parte de los delitos y donde muchas de las víctimas prefieren el anonimato, en aras de preservar sus vidas, que denunciar a sus victimarios. Es decir, que seguramente el aumento de la criminalidad es mayor que lo que evidencian las cifras oficiales y extraoficiales; incluso la tasa de homicidios del país, cuya bajada fue un éxito del gobierno anterior, se mantiene sin grandes cambios.
Aparte de estas consideraciones objetivas, casi nadie se explica en Colombia que la violencia terrorista siga azotando al país, causando numerosas víctimas y daños materiales, como por ejemplo una escuela de San Vicente del Caguán, que fue destruida por las FARC, y que aumenten los combates en varios departamentos al tiempo que el ejecutivo negocia con los terroristas en Cuba. Las FARC no han cesado en su actividad desde el comienzo de los diálogos, y crece la sospecha de que estas negociaciones podrían ser tan solo un ardid para continuar rearmándose, reorganizarse tras años de abatimiento y derrotas y seguir dedicándose al negocio más lucrativo del mundo: el narcotráfico.
Uno de los más críticos con respecto a este estado de cosas es el ex presidente Álvaro Uribe, quien considera que la agenda de seguridad se descuidó y que la herencia del pasado ha sido malgastada por el actual equipo de gobierno. Como señalaba muy acertadamente Uribe, “se ha descuidado la seguridad en estos tres años de gobierno (Santos)”, y remataba casi fúnebremente: “La paz se puede firmar, pero dudo de que vaya a dar resultados”.
El drama de los secuestros. Aparte de los dos alemanes ya citados y los tres uniformados -que probablemente serán liberados en los próximos días por las FARC-, hay otros dos peruanos secuestrados recientemente y, sobro todo, centenares de colombianos en las selvas esperando a una solución a este largo problema. La tragedia, vivida con intensidad por unas familias que apenas tienen pruebas de si siguen con vida o no sus allegados plagiados, es una de las grandes cuestiones que gravitan sobre el proceso de paz, toda vez que las FARC pretenden negociar su impunidad a cambio de dejar las armas. Un precio demasiado alto ante tanto crimen impune y tanto sufrimiento.
Incluso un medio habitualmente plegado a los intereses del presidente Santos, como el diario El Tiempo de Bogotá, señalaba a través de una columna del analista político Mauricio Vargas que “en estos días, en una ofensiva tan criminal como imprudente, las FARC han puesto en peligro el proceso de paz. Empeñadas en convencer al país y al Gobierno de la necesidad de un cese bilateral del fuego, se han dedicado a matar policías, atacar poblaciones, secuestras y hasta asesinar menores de edad”.
En definitiva, en este clima surcado por el pesimismo y el auge de la violencia terrorista pese al pletórico exhibicionismo mediático del presidente Santos y sus ministros, Colombia parece haber regresado a los viejos tiempos, a aquellos años de violencia y plomo que parecían ya olvidados en la mente de todos. El caso es que la realidad ya no se puede maquillar, ni edulcorar, tal como intentan las autoridades de Bogota, pues tan sólo hace unos días siete soldados colombianos morían asesinados por las balas de los terroristas en Caquetá, en un hecho que los medios colombianos -vergonzosamente oficialistas- han tratado de minimizar e incluso ocultar. Qué ignominia esta falsa paz de los cementerios, las mentiras y las bombas.
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