OPINIÓN MEXICANA
El periodista del periódico mexicano «La Jornada» Luis Hernández Navarro defiende la decisión del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner de nacionalizar la producción energética porque «el nuevo intervencionismo estatal en el petróleo y gas ha permitido a varios países el crecimiento de las arcas públicas» y con ello mitigar problemas internos como el analfabetismo o la probreza.
Por Luis HERNÁNDEZ NAVARRO «La Jornada»
El anuncio de la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, de que el Estado declaraba de utilidad pública y sujeto a la expropiación el 51% de las acciones pertenecientes a Repsol-YPF no es, como sostiene Felipe Calderón, una decisión «muy poco responsable y muy poco racional». Es falso que -como afirmó el mandatario mexicano- no lleve a nada y perjudique a su país como destino de inversión. Por el contrario, la reivindicación de una soberanía energética nacional por la señora Kirchner forma parte de los nuevos vientos que soplan en América Latina. Con el nuevo siglo, varios gobiernos progresistas de la región han renegociado los contratos firmados por gobiernos de derecha con las empresas petroleras transnacionales y han pasado a tener pleno control sobre recursos naturales claves. Con la expansión de las explotaciones de gas y los precios del oro negro al alza, los estados han decidido cambiar las reglas del juego.
El control sobre la renta petrolera ha permitido a países como Venezuela, Bolivia y Ecuador destinar cuantiosos recursos a programas para reorientar su desarrollo, mitigar la pobreza, combatir el analfabetismo, mejorar la salud y construir redes de protección social. Los resultados de esta política de bienestar social son evidentes.
En 2008, Rafael Correa, presidente de Ecuador, advirtió a Felipe Calderón: «Ser de derecha ya pasó de moda en América Latina». Ahora tendría que recordárselo, no solo al mandatario mexicano, sino a tres de los aspirantes a relevarlo en el puesto. Las trasnochadas propuestas de los candidatos Enrique Peña Nieto, Josefina Vázquez Mota y Gabriel Quadri, que reivindican la apertura de Pemex a la inversión privada, están en la misma dirección que los dislates del mandatario mexicano. Como lo están, también, las declaraciones en la Universidad de las Américas Puebla del zedillista Luis Téllez, presidente de la Bolsa mexicana de Valores y exrepresentante de la inversora Carlyle, demandando abrir Pemex a la iniciativa privada para poder operar en la Bolsa de Valores y obtener ganancias como una verdadera empresa.
Hace tres décadas y media, el nacionalismo petrolero alcanzó su cenit después del alza en el precio del crudo de 1973. En los años 80 comenzó su repliegue. Este movimiento pendular llegó a su fin a comienzos del nuevo siglo. A partir de entonces, los gobiernos de economías de hidrocarburos han ampliado y profundizado su control en la producción y explotación del gas y el petróleo.
La desconfianza en las grandes potencias, la importancia del petróleo en la generación de ingresos y el descontento con los resultados de las grandes em- presas y los desfavorables contratos firmados con ellas, son algunas de las causas que explican la nueva dirección en que se mueve el intervencionismo estatal en el sector.
El petróleo es una herramienta formidable para alcanzar la independencia económica o para profundizar la dependencia hacia las metrópolis. Los gobiernos progresistas han apostado por una vía de desarrollo alterna.
La ola de nacionalizaciones de los 70 dejó grandes compañías nacionales propiedad de los estados, además de las que ya había: Arabian American Oil Company-Aramco; National Iranian Oil Company; Iraqi National Oil Company; Kuwait Oil Company; Abou Dhabi Company for Onshore Oil Operations (el Estado posee 60% de sus acciones); Petróleos de Venezuela. Muchas de estas empresas están sujetas a presiones para abrirse a la inversión privada o han sido liquidadas.
El nuevo intervencionismo estatal en el petróleo y gas ha permitido a varios países el crecimiento de las arcas públicas. La nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia con el Gobierno de Evo Morales permitió que la empresa YPBF sea ya no solamente la reguladora de los contratos con las grandes empresas, sino la propietaria de todo el gas que posee la nación. Es el Estado quien define los precios, los volúmenes y los lugares de producción.
Un papel preponderante en esta ola de intervención estatal en la industria lo ocupa Rusia. El Gobierno ha incrementado el tamaño del sector público en hidrocarburos, sin cerrar la puerta a la inversión privada, tanto rusa como extranjera, al tiempo que apoya la expansión de Gasprom, megacorporación bajo control mayoritariamente estatal.
El malestar hacia las grandes empresas privadas ha irrumpido en otras naciones. Es el caso de Argelia con Repsol/Gas Natural y de Kazajstán con ENI. Los gobiernos de esos países han exigido una modificación de los contratos o su rescisión.
Es falso que la reivindicación de la soberanía petrolera haya alejado la inversión extranjera. Simple y sencillamente la ha diversificado. Nuevos capitales han llegado a tierras sudamericanas, dispuestos a invertir en términos diferentes a los de las viejas metrópolis coloniales. En todo el continente hay cuantiosas inversiones chinas. En países como Venezuela, los capitales de Rusia, Irán, Turquía, Bielorrusia y Portugal son abundantes. El comercio entre países de la región se ha intensificado. Argentina, por ejemplo, es el principal socio comercial de Venezuela.
Los precios del crudo se han incrementado desde comienzos del año. Hay presiones al alza, en parte por la incertidumbre de las presiones del embargo sobre Irán. La producción de Siria y Yemen ha caído. Aunque la OPEP ha aumentado la producción, los precios no han bajado.
La decisión soberana de Argentina marcha en la ruta correcta. Por contra, las declaraciones de Calderón y tres de los candidatos presidenciales caminan en sentido contrario a las tendencias dominantes en el mundo. La ruta que ellos proponen ha resultado un fracaso. La soberanía energética nacional llegó para quedarse por largo tiempo.
El periodista del periódico mexicano «La Jornada» Luis Hernández Navarro defiende la decisión del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner de nacionalizar la producción energética porque «el nuevo intervencionismo estatal en el petróleo y gas ha permitido a varios países el crecimiento de las arcas públicas» y con ello mitigar problemas internos como el analfabetismo o la probreza.
El anuncio de la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, de que el Estado declaraba de utilidad pública y sujeto a la expropiación el 51% de las acciones pertenecientes a Repsol-YPF no es, como sostiene Felipe Calderón, una decisión «muy poco responsable y muy poco racional». Es falso que -como afirmó el mandatario mexicano- no lleve a nada y perjudique a su país como destino de inversión. Por el contrario, la reivindicación de una soberanía energética nacional por la señora Kirchner forma parte de los nuevos vientos que soplan en América Latina. Con el nuevo siglo, varios gobiernos progresistas de la región han renegociado los contratos firmados por gobiernos de derecha con las empresas petroleras transnacionales y han pasado a tener pleno control sobre recursos naturales claves. Con la expansión de las explotaciones de gas y los precios del oro negro al alza, los estados han decidido cambiar las reglas del juego.
El control sobre la renta petrolera ha permitido a países como Venezuela, Bolivia y Ecuador destinar cuantiosos recursos a programas para reorientar su desarrollo, mitigar la pobreza, combatir el analfabetismo, mejorar la salud y construir redes de protección social. Los resultados de esta política de bienestar social son evidentes.
En 2008, Rafael Correa, presidente de Ecuador, advirtió a Felipe Calderón: «Ser de derecha ya pasó de moda en América Latina». Ahora tendría que recordárselo, no solo al mandatario mexicano, sino a tres de los aspirantes a relevarlo en el puesto. Las trasnochadas propuestas de los candidatos Enrique Peña Nieto, Josefina Vázquez Mota y Gabriel Quadri, que reivindican la apertura de Pemex a la inversión privada, están en la misma dirección que los dislates del mandatario mexicano. Como lo están, también, las declaraciones en la Universidad de las Américas Puebla del zedillista Luis Téllez, presidente de la Bolsa mexicana de Valores y exrepresentante de la inversora Carlyle, demandando abrir Pemex a la iniciativa privada para poder operar en la Bolsa de Valores y obtener ganancias como una verdadera empresa.
Hace tres décadas y media, el nacionalismo petrolero alcanzó su cenit después del alza en el precio del crudo de 1973. En los años 80 comenzó su repliegue. Este movimiento pendular llegó a su fin a comienzos del nuevo siglo. A partir de entonces, los gobiernos de economías de hidrocarburos han ampliado y profundizado su control en la producción y explotación del gas y el petróleo.
La desconfianza en las grandes potencias, la importancia del petróleo en la generación de ingresos y el descontento con los resultados de las grandes em- presas y los desfavorables contratos firmados con ellas, son algunas de las causas que explican la nueva dirección en que se mueve el intervencionismo estatal en el sector.
El petróleo es una herramienta formidable para alcanzar la independencia económica o para profundizar la dependencia hacia las metrópolis. Los gobiernos progresistas han apostado por una vía de desarrollo alterna.
La ola de nacionalizaciones de los 70 dejó grandes compañías nacionales propiedad de los estados, además de las que ya había: Arabian American Oil Company-Aramco; National Iranian Oil Company; Iraqi National Oil Company; Kuwait Oil Company; Abou Dhabi Company for Onshore Oil Operations (el Estado posee 60% de sus acciones); Petróleos de Venezuela. Muchas de estas empresas están sujetas a presiones para abrirse a la inversión privada o han sido liquidadas.
El nuevo intervencionismo estatal en el petróleo y gas ha permitido a varios países el crecimiento de las arcas públicas. La nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia con el Gobierno de Evo Morales permitió que la empresa YPBF sea ya no solamente la reguladora de los contratos con las grandes empresas, sino la propietaria de todo el gas que posee la nación. Es el Estado quien define los precios, los volúmenes y los lugares de producción.
Un papel preponderante en esta ola de intervención estatal en la industria lo ocupa Rusia. El Gobierno ha incrementado el tamaño del sector público en hidrocarburos, sin cerrar la puerta a la inversión privada, tanto rusa como extranjera, al tiempo que apoya la expansión de Gasprom, megacorporación bajo control mayoritariamente estatal.
El malestar hacia las grandes empresas privadas ha irrumpido en otras naciones. Es el caso de Argelia con Repsol/Gas Natural y de Kazajstán con ENI. Los gobiernos de esos países han exigido una modificación de los contratos o su rescisión.
Es falso que la reivindicación de la soberanía petrolera haya alejado la inversión extranjera. Simple y sencillamente la ha diversificado. Nuevos capitales han llegado a tierras sudamericanas, dispuestos a invertir en términos diferentes a los de las viejas metrópolis coloniales. En todo el continente hay cuantiosas inversiones chinas. En países como Venezuela, los capitales de Rusia, Irán, Turquía, Bielorrusia y Portugal son abundantes. El comercio entre países de la región se ha intensificado. Argentina, por ejemplo, es el principal socio comercial de Venezuela.
Los precios del crudo se han incrementado desde comienzos del año. Hay presiones al alza, en parte por la incertidumbre de las presiones del embargo sobre Irán. La producción de Siria y Yemen ha caído. Aunque la OPEP ha aumentado la producción, los precios no han bajado.
La decisión soberana de Argentina marcha en la ruta correcta. Por contra, las declaraciones de Calderón y tres de los candidatos presidenciales caminan en sentido contrario a las tendencias dominantes en el mundo. La ruta que ellos proponen ha resultado un fracaso. La soberanía energética nacional llegó para quedarse por largo tiempo.
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