CHILE
POR Pablo Portales
El Estado chileno sigue liado con sus tres triunfos militares del siglo XIX: Perú, Bolivia y Arauco (o Wallmapu). La avidez por conseguir la condición de "país moderno y desarrollado", anunciada desde los 90, poco se aviene con la incapacidad de superar los conflictos decimonónicos con sus vecinos del norte y con el pueblo mapuche del sur.
Los gobiernos o se resisten o no saben cómo asumir las cuestiones pendientes que se arrastran desde hace más de un siglo y medio: se refugian en tratados suscritos tras la victoria armada, o en el predominio militar por un armamentismo ininterrumpido durante los últimos 40 años, o en el respaldo (y temor) de una sociedad con un arraigado sentimiento de superioridad y desprecio hacia los pueblos derrotados.
El Estado chileno, en 25 años en guerras de conquista se hizo con los territorios boliviano (Antofagasta), peruano (Tarapacá) y mapuche (al sur del río Bío Bío). Chile, con ninguno de los vencidos de entonces, ha podido consolidar una paz firme, ni amistad sincera, ni confianza mutua.
Con Perú ha imperado la distancia, una paz hecha de silencios, recientemente acariciada con dinero chileno y personal de servicio doméstico peruano. Sin embargo, el Estado peruano ha demostrado habilidad para llevar a Chile ante un Tribunal internacional con el fin de definir límites marítimos que Chile creía zanjados.
Falta sinceridad y sobra temor entre Chile y Perú. Prevalecen las características propias de la no amistad. En el sustrato de ese silencio sospechoso continúan humeando las brasas de la odiosa experiencia decimonónica y que de cuando e vez se atizan con textos escolares o periodísticos o con actos y actitudes de menosprecio y racismo, ante lo cual no hay tratado ni inversión que valga.
Con Bolivia ha imperado la arrogancia y el cinismo. Chile no sólo le arrebató la provincia de Antofagasta, sino el Pacífico. Lo internó a la fuerza, como a un prisionero, dictándole cadena perpetua: un país sin vista al mar, según un Tratado de Paz y Amistad (1904) conseguido bajo ocupación militar del litoral en litigio.
Sin relaciones de estado plenas desde hace 35 años, el gobierno de Michelle Bachelet aceptó conversar con Bolivia sobre la mediterraneidad. Un acto de reconocimiento que el gobierno de Sebastián Piñera niega, volviendo a sentenciar: los tratados son intangibles, no hay nada pendiente. Entre tanto, el gobierno de Evo Morales busca como arrastrar a Chile a un tribunal internacional que revise la validez de un tratado que trajo una paz seca, sin vida y una amistad irreconocible entre ambos estados.
Con el pueblo mapuche ha imperado la violencia armada, la del despojo de tierras y la del trato humillante. Aquí nunca ha habido ni paz ni amistad. El Estado chileno, tras la conquista del Wallmapu con el Ejército de la Guerra del Pacífico, ignora y castiga. Las treguas son invadidas por las culpas de la elite winka: la deuda con el pueblo mapuche.
Ésta elite se resiste a reconocer que Chile es una realidad plurinacional y pluricultural. No está dispuesta a reconocer constitucionalmente la categoría de pueblo indígena, diferente a pueblo chileno y, por lo tanto, con derechos diferenciados. Vive con la expectativa que los mapuche dejarán de ser mapuche o lo sean en forma residual, reducida, folclórica.
El pueblo mapuche, a su manera, reivindica, lucha y resiste. El Estado chileno se lía y se sube a las cumbres de seguridad, manda policías, endurece leyes, acaricia la más preciada, la ley antiterrorista, legada por la dictadura. El Ministro del Interior desafía y se plantea enfrentar a "un enemigo poderoso con apoyos comunicacionales e internacionales". ¿El "enemigo interno"? Figura a eliminar física y políticamente, acuñada por las dictaduras de seguridad nacional. ¿Un lapsus o un estado de confusión o de ofuscación?
Chile aspira a ser un país moderno, desarrollado, pero vive sus principales conflictos como si para el mundo moderno y desarrollado del siglo XXI, las guerras militares ganadas en el siglo XIX fueran fuente de legitimidad suficiente para mantener los vacíos, las injusticias y las odiosidades que esas guerras generaron.
POR Pablo Portales
El Estado chileno sigue liado con sus tres triunfos militares del siglo XIX: Perú, Bolivia y Arauco (o Wallmapu). La avidez por conseguir la condición de "país moderno y desarrollado", anunciada desde los 90, poco se aviene con la incapacidad de superar los conflictos decimonónicos con sus vecinos del norte y con el pueblo mapuche del sur.
Los gobiernos o se resisten o no saben cómo asumir las cuestiones pendientes que se arrastran desde hace más de un siglo y medio: se refugian en tratados suscritos tras la victoria armada, o en el predominio militar por un armamentismo ininterrumpido durante los últimos 40 años, o en el respaldo (y temor) de una sociedad con un arraigado sentimiento de superioridad y desprecio hacia los pueblos derrotados.
El Estado chileno, en 25 años en guerras de conquista se hizo con los territorios boliviano (Antofagasta), peruano (Tarapacá) y mapuche (al sur del río Bío Bío). Chile, con ninguno de los vencidos de entonces, ha podido consolidar una paz firme, ni amistad sincera, ni confianza mutua.
Con Perú ha imperado la distancia, una paz hecha de silencios, recientemente acariciada con dinero chileno y personal de servicio doméstico peruano. Sin embargo, el Estado peruano ha demostrado habilidad para llevar a Chile ante un Tribunal internacional con el fin de definir límites marítimos que Chile creía zanjados.
Falta sinceridad y sobra temor entre Chile y Perú. Prevalecen las características propias de la no amistad. En el sustrato de ese silencio sospechoso continúan humeando las brasas de la odiosa experiencia decimonónica y que de cuando e vez se atizan con textos escolares o periodísticos o con actos y actitudes de menosprecio y racismo, ante lo cual no hay tratado ni inversión que valga.
Con Bolivia ha imperado la arrogancia y el cinismo. Chile no sólo le arrebató la provincia de Antofagasta, sino el Pacífico. Lo internó a la fuerza, como a un prisionero, dictándole cadena perpetua: un país sin vista al mar, según un Tratado de Paz y Amistad (1904) conseguido bajo ocupación militar del litoral en litigio.
Sin relaciones de estado plenas desde hace 35 años, el gobierno de Michelle Bachelet aceptó conversar con Bolivia sobre la mediterraneidad. Un acto de reconocimiento que el gobierno de Sebastián Piñera niega, volviendo a sentenciar: los tratados son intangibles, no hay nada pendiente. Entre tanto, el gobierno de Evo Morales busca como arrastrar a Chile a un tribunal internacional que revise la validez de un tratado que trajo una paz seca, sin vida y una amistad irreconocible entre ambos estados.
Con el pueblo mapuche ha imperado la violencia armada, la del despojo de tierras y la del trato humillante. Aquí nunca ha habido ni paz ni amistad. El Estado chileno, tras la conquista del Wallmapu con el Ejército de la Guerra del Pacífico, ignora y castiga. Las treguas son invadidas por las culpas de la elite winka: la deuda con el pueblo mapuche.
Ésta elite se resiste a reconocer que Chile es una realidad plurinacional y pluricultural. No está dispuesta a reconocer constitucionalmente la categoría de pueblo indígena, diferente a pueblo chileno y, por lo tanto, con derechos diferenciados. Vive con la expectativa que los mapuche dejarán de ser mapuche o lo sean en forma residual, reducida, folclórica.
El pueblo mapuche, a su manera, reivindica, lucha y resiste. El Estado chileno se lía y se sube a las cumbres de seguridad, manda policías, endurece leyes, acaricia la más preciada, la ley antiterrorista, legada por la dictadura. El Ministro del Interior desafía y se plantea enfrentar a "un enemigo poderoso con apoyos comunicacionales e internacionales". ¿El "enemigo interno"? Figura a eliminar física y políticamente, acuñada por las dictaduras de seguridad nacional. ¿Un lapsus o un estado de confusión o de ofuscación?
Chile aspira a ser un país moderno, desarrollado, pero vive sus principales conflictos como si para el mundo moderno y desarrollado del siglo XXI, las guerras militares ganadas en el siglo XIX fueran fuente de legitimidad suficiente para mantener los vacíos, las injusticias y las odiosidades que esas guerras generaron.
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