CUMBRE DE LAS AMERICAS
Señoras y Señores Presidentes y Jefes de Estado de América:
Como lo recordarán sin duda muchos de los presentes, en la primera cumbre de la CELAC celebrada en Caracas, un conjunto respetable de voces expresó al primer mandatario colombiano su voluntad de colaborar en la búsqueda de alguna salida política a la confrontación que sufre nuestro país. La respuesta directa del Presidente Santos apuntó a que era mejor no hacer nada, la resolución del conflicto debía quedar exclusivamente en manos colombianas.
Pese a ello, el gobierno de Colombia no oculta haber recibido de los Estados Unidos más de diez mil millones de dólares para la guerra en los últimos doce años, clama por su intervención directa, pone a su disposición la totalidad del territorio para su operación aérea, acrecienta el número de asesores, personal militar y paramilitar norteamericanos, recibe apoyo tecnológico de última generación, sujeta sus planes contrainsurgentes a lo estipulado en el Pentágono. Y presiona a sus vecinos a combatir conjuntamente la guerrilla colombiana, a la que describe con los más abominables adjetivos.
Para la guerra sí está dispuesto a recibir toda la participación posible. Como reitera con frecuencia el Presidente Santos, su propósito es el de conseguir la paz, por las buenas o las malas. Entendiendo desde luego que las buenas equivalen únicamente a rendición y entrega. Tras la última década de gigantescas operaciones militares de exterminio, refulge la verdad sobre la imposibilidad de una salida militar al conflicto. En un término semejante, los Estados Unidos concluyeron que lo mejor era salir de Afganistán e Irak. Tras media centuria de cruento enfrentamiento fratricida, el régimen colombiano aún insiste en la incierta victoria militar.
Las FARC-EP estamos muy lejos de ser el monstruo que describe la oligarquía colombiana. Somos miles de mujeres y de hombres que soñamos con hacer realidad la ilusión que quedó trunca con la muerte de nuestro Libertador Simón Bolívar. Nos unen con el pueblo de nuestro país las más legítimas aspiraciones políticas y sociales. Jamás podrán separarnos de él las inmensas patrullas del Ejército regular, las flotillas de aviones bombarderos y helicópteros artillados, las fuerzas de Policía y de Seguridad, los grupos paramilitares o los sicarios de todo orden que acribillan las esperanzas de un mejor vivir en Colombia.
Nuestro alzamiento armado responde a una situación nacional de violencia estatal. Son mayores los asesinatos políticos, de dirigentes sindicales, indígenas, afrodescendientes y campesinos, que los cumplidos en cualquiera de las nefastas dictaduras latinoamericanas del pasado. Pese a las elecciones periódicas y la fachada institucional, los crímenes de Estado y los índices de desigualdad social configuran en nuestro país una situación explosiva. Cada uno de los poderosos grupos económicos controla un amplísimo monopolio mediático, y las casi 200.000 víctimas del paramilitarismo en los últimos veinte años, certificadas por la propia Fiscalía General de la Nación, son apenas una anécdota vieja para esa prensa que no cesa de infamarnos. Un décimo de la población se halla en situación de desplazamiento forzado. Las cárceles rebosan de luchadores sociales.
Sólo un irrestricto apoyo a los intereses norteamericanos en el continente y el mundo explica la benevolencia de Washington con la dirigencia colombiana. En nuestro país se aplican al dedillo las imposiciones de los organismos multilaterales de crédito, se privatiza cuanto sea posible, se llena de privilegios a la inversión transnacional, se desmejoran las condiciones laborales y se recortan las garantías sociales, se destruye la economía campesina, se entregan al saqueo de sus riquezas inmensos territorios y se persigue con saña a la producción artesanal y comunitaria. El crecimiento del PIB favorece a un reducido grupo de inversionistas que no son Colombia.
Y se cuecen las condiciones para una futura agresión contra los pueblos que no se muestran dispuestos a admitir un similar modelo de cosas. La paz en Colombia, siempre que implique un contenido democrático de participación popular en las decisiones de Estado, resulta un presupuesto básico para el tranquilo devenir de las demás naciones del continente. Nos hemos opuesto siempre a una paz que equivalga a la mera reincorporación a la institucionalidad pervertida que genera este alzamiento. Insistimos en la necesidad de un diálogo que se encargue, de cara al pueblo colombiano y con su activa injerencia, de recrear las condiciones para hacer posible la convivencia democrática. Medio siglo de sangre colombiana lo reclama.
En plena crisis mundial del capital, una exitosa cumbre de las Américas debiera ocuparse de mucho más que el crecimiento económico afín a las reglas del mercado. Abordar el respeto a la soberanía e independencia de sus naciones, un modelo de desarrollo alternativo, la proscripción de la guerra como forma de afrontar conflictos. El fin del irracional embargo, así como la valiente exigencia del Presidente Correa de integrar libre y plenamente a Cuba, los legítimos reclamos argentinos sobre las Malvinas y la solución política al largo conflicto colombiano son temas prioritarios en una Agenda continental.
Quizás haya llegado el momento de tratar la inviabilidad de la guerra contra las drogas. Como planteamos en carta abierta al Congreso y el pueblo de los Estados Unidos en abril del año 2000: ??si lo que se busca es una solución de raíz al flagelo de las drogas, el mundo debe prepararse para la más grande discusión en torno a la conveniencia de la legalización de su consumo, tal como sucedió en el pasado con otros flagelos como el alcohol y el tabaco?. Se trata en todo caso de un grave problema social que no puede ser tratado por vía militar, que requiere acuerdos con la participación de la comunidad nacional e internacional y el compromiso de las grandes potencias como principales fuentes de la demanda mundial de los estupefacientes
Fraternalmente,
SECRETARIADO DEL ESTADO MAYOR CENTRAL
FUERZAS ARMADAS REVOLUCIONARIAS DE COLOMBIA ? EJERCITO DEL PUEBLO FARC-EP
Montañas de Colombia, abril de 2012.
Como lo recordarán sin duda muchos de los presentes, en la primera cumbre de la CELAC celebrada en Caracas, un conjunto respetable de voces expresó al primer mandatario colombiano su voluntad de colaborar en la búsqueda de alguna salida política a la confrontación que sufre nuestro país. La respuesta directa del Presidente Santos apuntó a que era mejor no hacer nada, la resolución del conflicto debía quedar exclusivamente en manos colombianas.
Pese a ello, el gobierno de Colombia no oculta haber recibido de los Estados Unidos más de diez mil millones de dólares para la guerra en los últimos doce años, clama por su intervención directa, pone a su disposición la totalidad del territorio para su operación aérea, acrecienta el número de asesores, personal militar y paramilitar norteamericanos, recibe apoyo tecnológico de última generación, sujeta sus planes contrainsurgentes a lo estipulado en el Pentágono. Y presiona a sus vecinos a combatir conjuntamente la guerrilla colombiana, a la que describe con los más abominables adjetivos.
Para la guerra sí está dispuesto a recibir toda la participación posible. Como reitera con frecuencia el Presidente Santos, su propósito es el de conseguir la paz, por las buenas o las malas. Entendiendo desde luego que las buenas equivalen únicamente a rendición y entrega. Tras la última década de gigantescas operaciones militares de exterminio, refulge la verdad sobre la imposibilidad de una salida militar al conflicto. En un término semejante, los Estados Unidos concluyeron que lo mejor era salir de Afganistán e Irak. Tras media centuria de cruento enfrentamiento fratricida, el régimen colombiano aún insiste en la incierta victoria militar.
Las FARC-EP estamos muy lejos de ser el monstruo que describe la oligarquía colombiana. Somos miles de mujeres y de hombres que soñamos con hacer realidad la ilusión que quedó trunca con la muerte de nuestro Libertador Simón Bolívar. Nos unen con el pueblo de nuestro país las más legítimas aspiraciones políticas y sociales. Jamás podrán separarnos de él las inmensas patrullas del Ejército regular, las flotillas de aviones bombarderos y helicópteros artillados, las fuerzas de Policía y de Seguridad, los grupos paramilitares o los sicarios de todo orden que acribillan las esperanzas de un mejor vivir en Colombia.
Nuestro alzamiento armado responde a una situación nacional de violencia estatal. Son mayores los asesinatos políticos, de dirigentes sindicales, indígenas, afrodescendientes y campesinos, que los cumplidos en cualquiera de las nefastas dictaduras latinoamericanas del pasado. Pese a las elecciones periódicas y la fachada institucional, los crímenes de Estado y los índices de desigualdad social configuran en nuestro país una situación explosiva. Cada uno de los poderosos grupos económicos controla un amplísimo monopolio mediático, y las casi 200.000 víctimas del paramilitarismo en los últimos veinte años, certificadas por la propia Fiscalía General de la Nación, son apenas una anécdota vieja para esa prensa que no cesa de infamarnos. Un décimo de la población se halla en situación de desplazamiento forzado. Las cárceles rebosan de luchadores sociales.
Sólo un irrestricto apoyo a los intereses norteamericanos en el continente y el mundo explica la benevolencia de Washington con la dirigencia colombiana. En nuestro país se aplican al dedillo las imposiciones de los organismos multilaterales de crédito, se privatiza cuanto sea posible, se llena de privilegios a la inversión transnacional, se desmejoran las condiciones laborales y se recortan las garantías sociales, se destruye la economía campesina, se entregan al saqueo de sus riquezas inmensos territorios y se persigue con saña a la producción artesanal y comunitaria. El crecimiento del PIB favorece a un reducido grupo de inversionistas que no son Colombia.
Y se cuecen las condiciones para una futura agresión contra los pueblos que no se muestran dispuestos a admitir un similar modelo de cosas. La paz en Colombia, siempre que implique un contenido democrático de participación popular en las decisiones de Estado, resulta un presupuesto básico para el tranquilo devenir de las demás naciones del continente. Nos hemos opuesto siempre a una paz que equivalga a la mera reincorporación a la institucionalidad pervertida que genera este alzamiento. Insistimos en la necesidad de un diálogo que se encargue, de cara al pueblo colombiano y con su activa injerencia, de recrear las condiciones para hacer posible la convivencia democrática. Medio siglo de sangre colombiana lo reclama.
En plena crisis mundial del capital, una exitosa cumbre de las Américas debiera ocuparse de mucho más que el crecimiento económico afín a las reglas del mercado. Abordar el respeto a la soberanía e independencia de sus naciones, un modelo de desarrollo alternativo, la proscripción de la guerra como forma de afrontar conflictos. El fin del irracional embargo, así como la valiente exigencia del Presidente Correa de integrar libre y plenamente a Cuba, los legítimos reclamos argentinos sobre las Malvinas y la solución política al largo conflicto colombiano son temas prioritarios en una Agenda continental.
Quizás haya llegado el momento de tratar la inviabilidad de la guerra contra las drogas. Como planteamos en carta abierta al Congreso y el pueblo de los Estados Unidos en abril del año 2000: ??si lo que se busca es una solución de raíz al flagelo de las drogas, el mundo debe prepararse para la más grande discusión en torno a la conveniencia de la legalización de su consumo, tal como sucedió en el pasado con otros flagelos como el alcohol y el tabaco?. Se trata en todo caso de un grave problema social que no puede ser tratado por vía militar, que requiere acuerdos con la participación de la comunidad nacional e internacional y el compromiso de las grandes potencias como principales fuentes de la demanda mundial de los estupefacientes
Fraternalmente,
SECRETARIADO DEL ESTADO MAYOR CENTRAL
FUERZAS ARMADAS REVOLUCIONARIAS DE COLOMBIA ? EJERCITO DEL PUEBLO FARC-EP
Montañas de Colombia, abril de 2012.
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